La expulsión de los judíos de España (1492)
La expulsión de los judíos de los territorios de Castilla y Aragón, en 1492, es uno de los asuntos más debatidos entre los que sucedieron a lo largo del reinado de los Reyes Católicos. Ante todo, es importante señalar que no se trató de un hecho que fuera único o exclusivo de la monarquía hispánica. Ciertamente, a lo largo de la Edad Media, esta comunidad religiosa ya sufrió la expulsión en otros Estados. Sin embargo, a pesar de esto, quizá por las consecuencias que tuvo para España, por el número de personas que resultaron afectadas o por las dudas que -aún hoy- existen sobre algunos aspectos, hacen que el caso de España sea más controvertido que los demás.En este artículo intentaremos explicar la situación en la que se encontraban los judíos de España en los inicios de la Edad Moderna, las razones que pudieron llevar a los Reyes Católicos a decretar su expulsión y, por último, las consecuencias que, tanto para la población judía como para la cristiana, tuvo aquella decisión de unos reyes que, hasta que la situación se hizo insostenible, intentaron no llevarla a cabo.
Aunque los judíos de España no estuvieron libres de problemas en épocas pasadas (recordemos, por ejemplo los que tuvieron durante el período visigodo y en otros momentos de la Edad Media), para comprender todo lo sucedido en 1492 debemos buscar, como antecedentes más decisivos e inmediatos, los hechos que se produjeron a finales del siglo XIV, en concreto en 1391. A lo largo de ese año, los barrios judíos sufrieron numerosos ataques, siendo el primero de ellos el que tuvo lugar en Sevilla, extendiéndose después por distintos lugares de la Corona de Castilla y de Aragón. Estos ataques, conocidos con el término de "progromos", tenían como objetivo el saqueo e, incluso, la matanza de judíos. Sin embargo, por encima de todo, el efecto que causaron en éstos fue el miedo, lo que provocó que miles de ellos se convirtieran al cristianismo para salvar sus vidas. Aquellos judíos que decidieron hacerse cristianos fueron conocidos con el nombre de conversos.
Desde aquel año de 1391, en España fue cada vez más importante la comunidad de los conversos o "cristianos nuevos", que abandonaron sus antiguos barrios (las juderías o aljamas) y pasaron a convivir con el resto de la población cristiana. Posteriormente, a medida que pasaban los años, los conversos iban integrándose cada vez más en la comunidad cristiana, hasta el punto de que algunas profesiones, como la medicina, estuvo ejercida prácticamente sólo por ellos. Incluso los médicos personales de los Reyes Católicos eran de origen judío. Sin embargo, el ascenso social de los conversos provocó el recelo y el resentimiento entre los "cristianos viejos". En efecto, cada vez eran más numerosas las quejas de éstos contra los conversos, a los que acusaban de seguir practicando el judaísmo en secreto y, por otro lado, también se acusó a los judíos de intentar influir en los conversos para que volvieran a abrazar su antigua religión.
Ante tal delicada situación, en 1478, los Reyes Católicos decidieron introducir el Tribunal de la Inquisición en Castilla y, con posterioridad, en Aragón. Aunque el Tribunal de la Inquisición existía desde el siglo XIII, el que ahora se creaba en la monarquía hispánica dependía directamente de los reyes, no del Papa. Su principal misión sería controlar a los conversos, investigando aquellos casos sobre los que existían dudas de que se hubiera producido un Bautismo sincero. Tras varios años actuando, los inquisidores se convencieron de que, para terminar con el problema de las falsas conversiones, había que impedir que los conversos pudieran tener contacto con los judíos, evitándoles, así, la tentación de volver a practicar su antigua religión. De esta forma, las Cortes de Toledo decidieron, en 1480, que los barrios judíos debían estar apartados físicamente de los cristianos, por lo que ambas zonas debían estar separadas por gruesas murallas. Además, se les obligó a llevar en sus ropas una señal roja, un distintivo que los identificara como pertenecientes a la comunidad hebraica.
Por otro lado -y también desde 1480- se intensificó la investigación sobre los conversos, y la Inquisición llegó a interrogar a miles de sospechosos y de testigos, llegando a la conclusión de que la mayoría de los conversos seguían siendo judíos practicantes. La situación para los judíos se iba complicando cada vez más, hasta llegar a ser angustiosa, en 1490, cuando se produjeron varios casos de acusaciones falsas sobre ellos. El caso más llamativo fue el conocido como el del "Santo Niño de la Guardia", especialmente grave, puesto que se acusó a un grupo de judíos y de conversos de la localidad de La Guardia, en Toledo, de secuestrar, torturar y crucificar a un niño el Viernes Santo de aquel año. El caso tuvo tal repercusión, que pasó a manos del Inquisidor General, fray Tomás de Torquemada. Su sentencia fue aleccionadora, pues determinó que los responsables del crimen debían ser ejecutados.
Sin embargo, a pesar de sus grandes esfuerzos, las medidas de la Inquisición no fueron suficientes para solucionar el problema del odio hacia los judíos y a los conversos. Así pues, había que tomar una medida más drástica. Y esa medida no fue otra que expulsar a los judíos que no quisieran bautizarse, ya que, como dijimos antes, si desaparecían los judíos y sus sinagogas, desaparecería también el riesgo de que muchos conversos volvieran a practicar el judaísmo, su antigua religión.
A los Reyes Católicos les costó muchísimo tomar semejante decisión, una de las más difíciles de su reinado, pues eran conscientes de la importancia de esa comunidad religiosa, no sólo en el ámbito general de sus dominios, sino también en el personal (ya hemos comentado que sus médicos eran de origen judío, aunque lo más importante, quizá, eran las aportaciones económicas que los Reyes Católicos recibían de los judíos, fundamentales, por ejemplo, en la Guerra de Granada). Sin embargo, por otro lado, Isabel y Fernando también pensaban que la unificación religiosa era algo indispensable para fortalecer la cohesión entre sus súbditos. Ciertamente, si toda la población de Castilla y Aragón pasaba a pertenecer a la comunidad cristiana, se evitarían conflictos sociales, como los que se habían producido desde finales del siglo XIV. Todo esto, además, ayudaría también a reforzar la autoridad de los Reyes, siendo esto último, en definitiva, el objetivo fundamental de los monarcas que reinaron a principios de la Edad Moderna.
Así pues, los Reyes Católicos, el 31 de marzo de 1492, publicaron el Edicto que obligaba a todos los judíos a abandonar España en el plazo máximo de cuatro meses. Sólo aquellos que optaran por bautizarse podrían seguir viviendo en los dominios de Isabel y Fernando. También se alertaba a los cristianos, para que no ayudasen a los judíos a incumplir lo establecido en el Edicto, puesto que, en caso contrario, perderían todas sus pertenencias. En cuanto a los judíos que decidieran exiliarse, podrían vender sus bienes, pero se les prohibía llevar consigo metales preciosos o monedas. De esta forma, el beneficio de la venta de sus casas, por ejemplo, no quedó plasmado en dinero, sino en letras de cambio que podrían canjear por dinero cuando llegaran a sus destinos. En esta última medida, comprobamos que no existió en Isabel y Fernando una intención económica: no quisieron lucrarse a costa de los judíos. De haber sido así, no les hubieran permitido vender sus bienes, aunque, por supuesto, los judíos sufrieron todo tipo de abusos por parte de los compradores particulares, que esperaron hasta última hora, cuando se terminaba el plazo de los cuatro meses, para comprarles unos bienes que, por entonces, habían alcanzado un precio muy por debajo de su valor real. A este respecto, un cronista de la época, Andrés Bernáldez, escribió que él mismo vio cómo un judío cambió "una casa por un asno y una viña por un poco de paño o lienzo". Y este no fue el único abuso que sufrieron los miles de judíos que decidieron abandonar Sefarad, que es como ellos llamaban a las tierras de España y Portugal, es decir, de Iberia. Así, por ejemplo, los que marcharon a pie, tuvieron que pagar cantidades mucho más altas de las que, en condiciones normales, se exigía a cualquier persona por el impuesto de aduanas.En todo caso -y a pesar de las grandes sumas que ofrecieron algunos de los judíos más poderosos a los Reyes Católicos, en un último intento de que éstos anularan la decisión- ya no hubo marcha atrás.
Quizá ahora lo de menos sea discutir sobre las cifras (los historiadores creen que pudieron ser entre cincuenta mil y doscientos mil los judíos exiliados) o sobre las repercusiones que para España pudo tener la expulsión (las valoraciones son muy distintas, según se trate de unos historiadores u otros). Sí creemos, en cambio, que es justo afirmar que lo más importante es reconocer la gran tragedia personal que sufrieron todos los judíos, al abandonar la que había sido su patria. Y, a este drama general, habría que añadir los enormes sufrimientos personales que gran parte de ellos padecieron, bien en su camino hacia el exilio, bien al llegar a sus lugares de destino, que fueron muchos: el norte de África, Portugal (de donde serían expulsados en 1497), el Imperio Otomano (sobre todo Grecia y Turquía, los lugares donde fueron mejor acogidos), Francia, Países Bajos, Italia, o Inglaterra.
Ya hemos señalado antes que el sufrimiento para muchos de los judíos comenzó en el momento de la venta de sus propiedades. Después, tras cumplirse el plazo de los cuatro meses para abandonar España dado por los Reyes Católicos, era muy corriente verlos en grupos numerosos atravesando las tierras de Castilla y Aragón, hacia las fronteras y puertos desde donde emprenderían su viaje. Hasta los "cristianos viejos" sentían piedad al ver semejantes escenas, y el cronista Bernáldez dejó también escrito un crudo testimonio de aquellos momentos: "Iban por los caminos y campos con mucho trabajo y fortuna, unos cayendo, otros levantando, unos muriendo, otros naciendo, otros enfermando, que no había cristiano que no tuviese dolor..." Por otro lado, como no podían llevarse las monedas, muchos judíos intentaron esconderlas, por ejemplo, entre los enseres de los caballos. Algunos, incluso, llegaron a tragárselas, creyendo que así estarían en lugar seguro.
Lo peor, sin embargo, estaba aún por llegar, en especial para los judíos que se exiliaron en el norte de África. Allí fueron atacados por miembros de tribus del desierto, que les despojaron de todas sus pertenencias y que llegaron a abrir el vientre de aquellos judíos sospechosos de haber tragado unas insignificantes monedas. No menos penalidades pasaron los que eligieron otros destinos. Así, un cronista italiano escribió sobre la llegada de los judíos a Génova que "cualquiera hubiera podido haberlos tomado por espectros; ¡tan demacrados y cadavéricos iban sus rostros y tan hundidos sus ojos! No se diferenciaban de los muertos más que en la facultad de moverse que apenas conservaban..."
Como siempre comentamos en clase, resulta muy difícil emitir un juicio moral sobre las acciones de personas que vivieron, en este caso, hace más de quinientos años. Sin embargo, es de justicia elogiar a aquellos que, hoy en día, hacen sinceros intentos por buscar un reencuentro definitivo entre los sefarditas y España, como hiciera el príncipe Felipe de Borbón en el discurso que pronunció con motivo de la entrega del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, concedido al pueblo sefardí, en octubre de 1990, y del que reproducimos un fragmento: "Desde el espíritu de la concordia de la España de hoy y como heredero de quienes hace quinientos años firmaron el Decreto de expulsión, ahora yo les recibo con los brazos abiertos y con una gran emoción". "Cuando tuvieron que abandonar su tierra en circunstancias dramáticas, supieron ser leales a ella, quizá esperando que llegase un día en que España fuera otra vez un reencuentro para ellos".
Como ya decía un escritor inglés de finales del siglo XIX, "todavía hoy recitan algunas de sus oraciones en lengua española en algunas sinagogas de Londres y los judíos modernos recuerdan con vivo interés a España, como tierra querida de sus padres". También sabemos que algunos sefarditas conservan aún las llaves de las casas de sus familiares exiliados de España, y estamos seguros de que todos guardan en sus corazones el mejor de los tesoros: el recuerdo de la patria de sus antepasados, Sefarad.
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