LA MUJER EN EDAD MEDIA
La Mujer del Medievo
La imagen de la mujer medieval callada, sumisa e inútil es al mismo tiempo tan falsa como cierta. Verdaderamente, la mujer medieval no tenía los mismos derechos que el hombre, ni se le daba el mismo crédito ni se le permitía acceder a los mismos privilegios, pero toda esta costumbre era realmente más psicológica que realista. Era más un ignorar las concesiones de dichas normas sociales que un aferramiento pétreo a las mismas. Por así decirlo, la sociedad ignoraba tanto a la mujer debido a la centralización de los valores masculinos que había un enorme vacío que otras civilizaciones como la sarracena o la griega llenaban con prejuicios y prohibiciones, pese a que la Iglesia intentara llenar este vacío.
La mujer plebeya trabajaba exactamente en lo mismo que el hombre, y viceversa. Había herreras, labriegas, barberas (que también actuaban como dentistas en la época), cereras y curtidoras como también había herreros, labriegos, tejedores y sederos, aunque se consideraba que las manos de la mujer eran más delicadas, y por tanto más adecuadas para los trabajos delicados (cardar lana, tejer sedas, hilar…). Había también artistas femeninos, ya fueran juglares, soldaderas (una mezcla entre juglares y prostitutas que acompañaban a los ejércitos), malabaristas o trovadoras (aunque en este último campo los hombres eran grandemente mayoritarios); por supuesto este trabajo debía compaginarse con el cuidado y educación de los hijos del matrimonio hasta que éstos podían ser válidos para el trabajo, el cuidado de la casa como ama de la misma y cumplir con los dereres conyugales para con el marido.
La mujer noble, por su parte, tenía una larga lista de obligaciones que debía compaginar con su propia posición social, aunque ello no le impedía que tomara por suyos los derechos que la ley y la iglesia se empecinaban en quitarles. Una dama de la nobleza debía ser instruída en las Sagradas Escrituras, en la etiqueta cortesana y en historias y poemas románticos, siendo fuente de gran entretenimiento en tiempos de paz, especialmente durante los meses de invierno. Muchas eran grandes administradoras, por lo que las cuentas del castillo pasaban por sus manos, así como repartir limosna a los pobres, resolver disputas entre campesinos y llevar relaciones con la Iglesia local. Si su marido estaba ausente, la esposa era quien quedaba a cargo de toda la hacienda. No pocas castellanas sabían tanto de la defensa contra un asedio como sus maridos, y no era infrecuente que en tiempo de guerra defendieran una plaza y mandaran soldados. Muchas damas de la nobleza sabían cabalgar, cazar, usar una ballesta, lanzar una jabalina o manejar una lanza tan bien como la mayoría de los hombres. Además, muchas aprendían las artes de la medicina y la curación, y se esperaba de ellas que pudieran recomponer un hueso roto o coser una herida de espada con habilidad y fortaleza.
Respecto a la idea de que la tradición feudal veía a las mujeres guerreras como una herejía, dicha idea no es del todo correcta. La cultura caballeresca occidental veía a las mujeres guerreras (al igual que a los clérigos guerreros) como un fenómeno chocante que inspiraba estima y valor a sus amigos, soldados o camaradas de armas. Su problema era que muchas veces se las veía como a caballeros de menor grado, ya que para muchos caballeros occidentales la mujer no podía compararse a ellos en el uso de armas nobles (hay que tener en cuenta que la gran mayoría de mujeres que llegaban a tomar las armas como maitresse no solían tener el durísimo entrenamiento que los caballeros masculino solían iniciar a los siete años), para ira de la Iglesia, que aún estaba anegada en la visión de la mujer-objeto. De todas formas, estas amazonas eran honrosas y gloriosas excepciones, y si bien muchas veces atraían desprecios o burlas, eran principalmente por tres motivos: 1. Ofenderlas para que se vieran impelidas a demostrar lo contrario, lo que mejoraba su destreza guerrera. 2. Disimular y aceptar de boquilla las normas establecidas. 3. Muchas de estas mujeres eran de las más altas cunas nobles (incluso algunas Reinas, Princesas o Duquesas), por lo tanto, pese a no haber sido entrenadas desde la infancia para la guerra solían tener mejores equipos, mesnadas más grandes y mayor posición social, lo que atraía envidias del resto de caballeros. En ocasiones, dichas maitresse surgían del hecho de que algunos matrimonios no tenían hijos varones, y por tanto a veces sus hijas recibían una educación más viril.
Por supuesto, y pese a todas estas excepciones, gran parte de las mujeres nobles seguían siendo tratadas como mercancías y métodos de crianza de hijos y eran marginadas tal y como se dice de la Edad Media.
Un ejemplo claro era el matrimonio: pocas veces por amor, los matrimonios solían pactarse por razones de interés o conveniencia, como prenda de amistad para una reconciliación o como vínculo entre familias. La mujer noble estaba obligada a ser virtuosa y fiel a su marido so pena de muerte, mientras que éste se permitía una completa libertad sexual. Aquellos suficientemente adinerados para mantener concubinas le importaban poco los reproches de su mujer y las censuras de la Iglesia, e incluso muchos se enorgullecían de sus bastardos y los tenían como elementos preciados de su mesnada, recibiendo casi el mismo trato que los hijos legítimos. Además, a pesar del veto formal de la iglesia, el divorcio existía y se usaba, apelando a la disolución del matrimonio, muchas veces con cosanguinidad entre cónyuges (hasta llegar a casos como parentesco de primos en cuarto grados, ahijados del mismo padrino o hasta ahijado de un padrino e hija de éste), habiendo a veces tales cadenas de divorcios que se hacía difícil comprobar la realidad de parentesco entre ambos esposos. A veces, por el contrario, la Iglesia hacía uso de su derecho a anular un matrimonio y separaba por la fuerza –mediante amenaza de excomunión- a cónyuges con dichos lazos, como por ejemplo un tatarabuelo común.
Sin embargo, la mujer tenía un papel privilegiado aunque poco conocido en la Europa medieval, especialmente en Francia. A medida que los primeros apellidos se iban conformando, se iban creando patriarcados y familias unidas por el apellido, y muchas veces debido a la poligamía de los hombres en diversos lugares (Francia era quizá el más notable) era la mujer quien transmitía el apellido.
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